LA PRINCESA DE
TODOS LOS CUENTOS
(un cuento de
Andrés Pascual para la Red Vecinal de La Rioja contra la violencia doméstica)
Érase una vez una
mujer que quería vivir la vida de las princesas de los cuentos.
Quería que sus
largos cabellos rubios brillasen bajo un sol perpetuo, vestir sedas traídas de
Oriente, jugar al escondite con un conejo ataviado con sombrero de copa, morder
manzanas siempre rojas, dormir a pierna suelta hasta que el roce de unos labios
la arrancase de los más dulces sueños y, cada mañana, mirarse en un espejo que
le susurrase: eres la mujer más bella de este mundo.
Una tarde de
vendimia, mientras la mujer se secaba el sudor de la frente bajo el sol del
ocaso, reconoció sobre una loma la figura de un hombre que parecía un príncipe
recién apeado de su caballo: gallardo, piernas robustas, un poco despistado…
Aquél, sintiéndose
observado, se giró. La contempló durante unos segundos con los ojos entornados
y, sin dudar, echó a andar hacia ella.
Cuando estuvo a su
lado, con su voz ronca e inundada de aire le dijo: Eres mía.
Sí, respondió ella,
soy tuya. Tuya, al igual que estos rayos que se recuestan sobre las parras
pertenecen al sol. Porque sin ti ya no existo, porque sin ti no soy nada.
El príncipe la
condujo a su palacio, o así lo veía ella por alguna suerte de hechizo.
Un hechizo débil,
porque la mujer no tardó en darse cuenta de que ningún cuento casaba con su
nueva vida.
Él le obligó a
cortar sus largos cabellos rubios, porque no era decente provocar a los varones
de la corte. Miraba con desprecio los vestidos de seda que ella misma cosía
para gustarle. Y cuando la mujer le empujaba en broma y le proponía jugar al
escondite en el jardín como dos amantes furtivos, él le preguntaba: ¿acaso ves
a nuestro alrededor alguna razón para reír?
Entre miradas de
soslayo y largos silencios tuvieron dos gemelos.
La mujer pensó que
eran un regalo de los dioses; o más bien que eran los dioses mismos bajados a
esta Tierra para ayudarle a escribir, por fin, su propio cuento.
Pero sus hijos no
eran dioses sino ángeles, con frágiles alas que se quebraban ante los gritos de
un príncipe que, día tras día, se hacía merecedor del título nobiliario de
príncipe de las tinieblas.
La mujer, haciendo
gala de su fortaleza, pensó que suya era la culpa y que sólo ella podía
arreglar su cuento. Y recorrió todas las fruterías de la ciudad buscando
manzanas rojas, pero de todas salían gusanos; y preguntó en todas las farmacias
de guardia si vendían algún elixir del amor como los que utilizaban las brujas,
pero sólo obtuvo gestos de extrañeza.
Una noche fría como
el silencio de los velatorios, la mujer sintió que un huracán le golpeaba la
cara. Pero no era un huracán. En aquel tenebroso palacio ni siquiera corría el
viento.
Se llevó la yema de
los dedos al rostro y palpó la marca de la mano del hombre. Una gran mano
abierta impresa sobre su rostro de porcelana.
No podía creerlo.
Abandonó corriendo la habitación, se encerró en su dormitorio y sacó su
espejito mágico del aparador.
Dilo, por favor,
dilo, suplicó en silencio, esperando escuchar las palabras ansiadas. Pero el
espejo no habló. No le dijo: eres la mujer más bella de este mundo.
El callado cristal
estaba poblado de una densa niebla que, al disiparse, le mostró las grietas.
Grietas en la porcelana. Cada vez más y más grietas, como un terremoto que
vejaba las colinas y valles de su cara, lleca de sentimientos.
¿Qué podía hacer?,
se preguntaba ella. Él era su príncipe. ¿Acaso no seguía siendo aquél que
descubrió gallardo sobre una loma, recién apeado del caballo? ¿Acaso sus
piernas no seguían siendo igual de robustas y su aspecto igual de despistado?
Él la necesitaba. Ella era suya. Sí, suya. Porque sin él ya no existía, porque
sin él no era nada.
Estaba confusa…
también agotada. Pensó que lo que necesitaba era relajarse y dormir. Seguro que
al despertar lo vería todo con más claridad. Dormir hasta que el roce de unos
labios la arrancase de los más dulces sueños, y la devolviese a un mundo en el
que los árboles fueran de algodón de azúcar.
Pero todos los
colchones en los que se tumbaba pinchaban como camas de faquir. No podía
conciliar el sueño. Le aterraba pensar en que, si cerraba los ojos, quizá no
despertase jamás. Ya no había ningún príncipe para besarla mientras dormía…
Estaba condenada a
vivir, eternamente despierta, en un mundo de pesadilla.
Todo enmudeció a su
alrededor. Llegó un día en el que ya ni siquiera sonaba el tic tac de los
relojes: hasta el tiempo temía pasar por aquel castillo, convertido en prisión.
Las estancias se transformaron en celdas de castigo; los pasillos estaban
flanqueados por barrotes de suelo a techo, de entre los cuales emergían brazos
huesudos que intentaban agarrarle las ropas.
La mujer estaba
sola. Sola en un mundo de espectros, arrojada al interior de una mazmorra
cubierta de paja y excrementos.
Sus gemelos también
se volvieron mudos. Cuando se cruzaban con ella por el castillo-prisión la
miraban con la expresión plana de las caretas de las tragedias griegas. No
querían que nadie supiera qué sentían; no querían que nadie supiera que
existían. Incluso habían conseguido que sus corazones latieran más lento y más
suave, para no llamar la atención.
Cuando la mujer se
percató de ello, comenzó a llorar. No fue un llanto disimulado en un rincón.
Tenía que llorar al mismo tiempo por ella y por sus gemelos, y lloró un minuto
tras otro, formando olas y mareas.
Lloró tanto, que
tuvo miedo de que el castillo se inundase y se ahogasen los gemelos, por lo que
abrió la ventana para que el océano de lágrimas se vertiera hacia el foso.
Fue entonces cuando
escuchó aquella melodía. Provenía de una carreta que pasaba junto a la muralla:
“Help! I need somebody. Help! not just anybody”, canturreaba el cochero,
recordando una vieja canción de los Beatles en la que alguien pedía ayuda…
¡Help!, gritó la
mujer. Lo hizo sin pensar, sin dirigirse a nadie. O más bien dirigiéndose al
universo entero.
¡Help! ¡Ayuda!
Al escuchar aquel
grito liberado, el teléfono que reposaba en la mesilla de su dormitorio comenzó
a vibrar. En la pantallita parpadeaba un cartel que decía: “Sólo tienes que
descolgar”.
Apenas cogió el
auricular, al otro lado comenzaron a sonar voces enérgicas y voces dulces.
Voces que nunca había escuchado, o que nunca había sabido oír. Las voces
simultáneas de todos los cuentos. Voces de duendes, de gnomos, de hadas y
piratas con parche en el ojo y un garfio por puño que se aferraban a un cabo y
gritaban: ¡Marineros, preparad los cañones y virad a estribor! ¡Encaramad este
galeón a una ola que no se detenga hasta llegar al castillo de la princesa de
todos los cuentos! ¡Más deprisa, que la princesa nos espera asomada a una
ventana enrejada!
Los piratas se
instalaron en el patio. ¡Nadie nos moverá de aquí, no hasta que recuperes la
sonrisa!, gritó el capitán. ¡Y que no se le ocurra al príncipe de las tinieblas
asomarse por estas tierras!
A partir de
entonces, todo cambió en el interior de aquellas murallas de piedra. Siete
enanitos aparecidos por alguna suerte de encantamiento se ocuparon de redecorar
el palacio. A la mujer le divertían sus graciosos nombres: el enanito fiscal,
el enanito acompañante, el enanito juez… Pero lo cierto es que, desde su
llegada, la luz de las velas tiñó las paredes de sosiego, y hubo fuego en las
chimeneas para calentar las estancias.
Agradecida, la
mujer dio un abrazo a cada enanito.
El enanito
psicólogo le robó dos besos y, a cambio, le dijo: Cuando vuelvas al campo verás
que todos los girasoles están cabizbajos, esperando tu nuevo amanecer.
Estoy bien, le
aseguró ella con una extrema dulzura, Pero no sé si merezco volver a amar…
Y el enanito,
estirándose de puntillas para acariciar la porcelana ya reparada, le reveló:
incluso en la noche más oscura surge un sol para iluminar nuevos caminos por
andar. Sólo hace falta cerrar los ojos y mirar al cielo con el corazón.
El primer día de la
siguiente primavera, mientras la mujer observaba sentada en un banco cómo sus
hijos jugaban en el parque, escuchó pisadas en la gravilla.
Se volvió lo justo
para mirar de refilón a un hombre que se acercaba. No llevaba ropas de
príncipe. Quizá fuera paje, quizá campesino, o quizá un juglar buscando versos
entreverados en los setos.
Sintió una punzada
en el corazón. Sobresaltada, volvió a concentrarse en sus hijos. Cuidado, les
gritó, no os impulséis tan fuerte en el columpio. Y de forma instintiva recogió
su pelo en una coleta.
No deberías
hacerlo, le dijo el hombre.
Ella se giró, ahora
sí, para mirarlo a los ojos.
¿Por qué has dicho
eso?, le preguntó.
Y él contestó:
Porque esos cabellos deberían brillar bajo un sol perpetuo.
La mujer se estremeció.
Él sonrió. No le
dijo: eres mía. Ni tampoco: soy tuyo.
Se limitó a
abrazarla mientras le susurraba al oído: ven aquí, amor mío, que los dos somos
uno.
FIN
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